vida en común 2
Con frecuencia (y en particular estos días), recuerdo mi buhardilla en Montmartre, a donde llegué después de haber pasado el primer año en París, soñando con la soledad, con la independencia, con el placer de estar en silencio hasta cuando yo quisiera. Cuesta aceptar al otro, sobretodo cuando éste fagocita, cuando se impone la dependencia, cuando uno es el público perfecto, cuando la inseguridad convierte a uno en el mentor y al otro en el alumno, cuando se nos atribuyen, en fin, roles que no hemos elegido.
Desde hace dos años me ha tocado alternar con diferentes personas, vivir con gente de edades distintas, y casi siempre he sido muy feliz. La compañía, aquí y en Madrid, ha sido con frecuencia inolvidable, algunas veces pesante. Supongo que mi presencia ha tenido también de lo uno y de lo otro para quienes me acogieron en sus casas, quienes me la alquilaron, quienes tuvieron que quedarse en la mía. La vida en común es un delicado equilibrio. Recuerdo las estupendas noches con Angel y Cris en Brunoy, los fines de semana incrustada en la cocina de Celina, la piernas entrelazadas en el sillón de un parador del sol, perfectas no sé por qué. Recuerdo también, con menos gusto, mis obsesiones por cerrar las puertas, el mal humor de un antiguo amor, enfin, cosas con las que uno tiene que lidiar y que termina no soportando, sin saber por qué.
Todo eso para decir que la soledad también puede ser un lujo.
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